miércoles, 25 de noviembre de 2015

Génesis documental y arqueológica de mis "Espectros"



Restos de la fachada principal del Desierto de Trassierra
Hace algunos años, cuando aún la investigación histórica era una de mis ocupaciones cotidianas y trabajaba en la elaboración del Inventario de la Sección de Obras Pías de la Catedral de Córdoba, cayó en mis manos un legajo procedente de los fondos de la Desamortización que contenía un curioso y voluminoso expediente titulado «Desierto de San Juan Bautista». Tras una primera ojeada, mis ojos se detuvieron en unos largos memoriales de declaración de testigos que aseguraban haber visto o experimentado «sucesos y prodigios maravillosos» en medio de las ruinas de un convento carmelita abandonado en la sierra de Córdoba.


Los documentos del referido expediente, más los trabajos de campo realizados en las ruinas existentes, me permitieron elaborar un breve monográfico sobre la azarosa experiencia eremítica del Carmen Descalzo en la Sierra de Córdoba, plagada de deserciones, abandonos y restauraciones, que se publicó en el Boletín de la Real Academia de Córdoba. Pero aquellas declaraciones que aseguraban haber visto o experimentados prodigios, como por ejemplo la del porquero que guardaba sus cerdos en el recinto que durante un tiempo había sido sagrado y una noche vio cómo sus animales eran expulsados por una fuerza sobrenatural por encima de las tapias del convento —en una palabra, que los cerdos salieron volando—, se me quedaron grabadas en la memoria de tal manera que fue dando forma a un universo imaginario particular al que acabé dando rienda suelta en esta novela.Recuerdo mi primera lectura apresurada en medio del silencio arcano y enigmático que habitualmente reina entre los muros de la quibla de la antigua mezquita, que es donde está situado el archivo de la catedral. Tanto me impresionó la rotundidad de las declaraciones de los testigos, en pleno siglo XVII y con la amenaza de la Inquisición ante el menor atisbo de desviación o heterodoxia, que mi lucha con argumentos de racionalidad concluyó en un sudor frío recorriéndome la espalda.
Fachada occidental. Entrada a la iglesia desde el exterior

jueves, 12 de noviembre de 2015

D. G. Monrad y Artur Mas. El desafío a los dioses

Hace poco tiempo, casi a la vez que iniciaba la aventura de este blog  otoñal, tuve la oportunidad de ver la serie de la televisión danesa “1864”, basada en la novela Slagtebænk Dybbøl del historiador y periodista Tom Buk-Swienty, que gira en torno a la Guerra de los Ducados donde chocaron los nacionalismos danés y germánico. No soy especial consumidor de series televisivas, pero ésta me atrapó de manera ineludible, envolviéndome en la atmósfera creada por la maravillosa fotografía, la brillante banda sonora del compositor americano Marco Beltrami, la belleza y sensibilidad de un texto que emerge sobre la frialdad del tono danés característico, así como por el rigor con el que están tratados los hechos históricos. La espectacularidad y el realismo con el que se desarrollan los movimientos de masas, las explosiones, las batallas, así como la historia amorosa que enhebra el drama en tiempos de guerra, no me han impedido, sin embargo, quedar igualmente cautivado por el desarrollo de la personalidad del iluminado y mesiánico primer ministro D.G. Monrad, teólogo que terminaría siendo obispo, empeñado en ir a la guerra a pesar de la evidente inferioridad danesa frente al todopoderoso ejército prusiano. Y todo por un exaltado y delirante nacionalismo que no tiene empacho en mandar irracionalmente a miles de jóvenes al matadero con tal de satisfacer un fatuo patriotismo.

martes, 3 de noviembre de 2015

Duelo a garrotazos. A propósito de Cataluña

Quisiera que el lector no tomara al pie de la letra la rotundidad del título de esta entrada, motivado únicamente por la inevitable referencia entre la imagen de los alcaldes catalanes blandiendo sus varas de mando y el grabado de nuestro genial Goya, en el que dos personajes luchan dramáticamente a garrotazos. El símil nos daría mucho más juego que la mera pugna de dos contendientes, pues las últimas interpretaciones simbólicas del cuadro nos hablan, en función de la caracterización asignada a los personajes y el contexto socio-político de la época en la que se realizó la obra —el Trienio Liberal que acabó con la entrada de las tropas del duque de Angulema en 1823 (los Cien Mil Hijos de San Luis)— de la dialéctica entre la Ilustración y el Antiguo Régimen, entre lo abierto y lo cerrado, entre la luz y la oscuridad o, dicho de otro modo, entre la transparencia y el enmascaramiento de las verdaderas intenciones, que es un aspecto que no sólo continúa presente, sino que finalmente ha definido nuestra época contemporánea. Pero, en estos momentos, únicamente quiero recordar con esta imagen esa constante y mala costumbre española de apelar a las vísceras cuando se trata de defender lo propio, la identidad real o fingida —el nacionalismo es anterior a la nación, no al revés, como dejó sentado Gellner—, dando lugar a episodios más propios de la barbarie que de la civilización. Y lo digo con dolor, sumiéndome en el pesimismo que en su día invadió a Ortega cuando sentenció que “el problema catalán no se puede resolver, solo se puede conllevar”.

Uno de esos pasajes a los que me refiero cuando hablo de vísceras es el movimiento cantonal que irrumpe en julio de 1873, tras dimitir Pi y Margal y ser elegido Salmerón para sucederle en la presidencia del gobierno. Además de la conocida Cartagena, se sublevaron Sevilla, Cádiz, Granada, Jaén, Algeciras, Tarifa, San Fernando, Andújar, Écija, Loja, Valencia, Sagunto, Castellón, Alicante, Torrevieja, Orihuela, Salamanca, Béjar y otras poblaciones menos relevantes, dando fuerza a este movimiento revolucionario e independentista que tantas situaciones disparatadas produjo, no exentas del drama de la violencia. Generalmente, cuando se proclamaba el Cantón, se procedía de inmediato a la destitución de las autoridades fieles al Gobierno central, debiendo en algunos casos combatir las fuerzas populares con las guarniciones locales para tomar el poder y establecer las nuevas juntas revolucionarias. Pero la independencia no se proclamaba solo respecto al poder central, sino frente al pueblo vecino, frente a la capital o frente a todo aquel que pretendiera tutelar o molestar su autonomía. En Andalucía son conocidas las disputas entre Sevilla y Utrera, entre Sevilla y Huelva, Jerez y Cádiz, así como en distintos pueblos de la provincia de Málaga. Pero sin duda, el ejemplo mas representativo y esperpéntico lo encontramos en Jumilla, donde su república independiente se enfrenta a la de Murcia, proclamando que “la nación Jumillana desea vivir en paz con todas las naciones vecinas y, sobre todo con la nación Murciana, pero si hoyara su territorio, Jumilla se defenderá como los héroes del Dos de Mayo y triunfará en la demanda, resuelta completamente a llegar, en sus justísimos desquites, hasta Murcia y no dejar de ella piedra sobre piedra”.