miércoles, 13 de diciembre de 2017

Góngora y los villancicos andaluces




Luis de Góngora. Velázquez

Ahora que la Navidad avanza hacia una ineludible secularización, cuestionándose hasta el ridículo sus valores, símbolos y significados —baste en este sentido recordar el eufemismo de «Fiestas de Invierno» con el que se pretende enmascararla—, sorprende gratamente encontrarse con un grupo de jóvenes, con atuendos rocieros, cantando villancicos en medio de una plazuela, como me ocurrió el pasado domingo. Y es que, por mucho que lo intenten, será muy difícil destruir la dimensión popular de estas fiestas que tienen precisamente en el villancico el más claro exponente de ese matiz. En sus orígenes, el villancico es la canción popular del aldeano medieval que cantaba en todas sus fiestas y que, paulatinamente, merced a la amplia difusión que ante el pueblo va adquiriendo la devoción al Nacimiento de Cristo, va a tener una especial incidencia en el tema navideño. La propia etimología de la palabra —villancico viene de villanus-villano— nos refleja su origen humilde y, como tal, está caracterizado por un lenguaje ingenuo y vulgar que le otorga esa peculiaridad y encanto.

Estas formas de expresión gozaron de una gran difusión entre el pueblo y fue asimilada por los poetas y por la Iglesia, conscientes sin duda de esa tremenda popularidad. De ahí que esta asimilación se haga respetando el propio carácter del villancico, es decir, su temática popular y su lenguaje vulgar.

La introducción del villancico en las iglesias no se produjo hasta el siglo XVI, generalizándose su práctica a lo largo del XVII mediante la suplantación de los Responsorios de los oficios litúrgicos de Maitines por villancicos en lengua vernácula. Incluso el canto en latín de la Kalenda —que era la recitación cantada de la genealogía de Jesucristo—, que gozó tradicionalmente de una gran solemnidad, es suplantada en el siglo XVII por el villancico con texto vulgar.


martes, 7 de noviembre de 2017

Los anuncios de contactos y las putas de canónigo

Hace ya unos días que viene sucediendo, aunque reconozco que ha sido difícil de reconocer ante la tumultuosa revuelta informativa sobre el tema catalán. Me refiero a la polémica entre los grupos mediáticos Vocento y Atresmedia sobre la ética informativa, en medio de la cual el diario La Razón acusa al católico diario ABC de inmoral por mantener los anuncios de prostitución. El editorial de La Razón, tras recordar que hacía años que habían renunciado a la publicidad de contactos, decía que «lo realmente alarmante e inmoral es que lo siga haciendo un periódico que se confiesa católico y que inserta el suplemento de religión Alfa y Omega, que se elabora exclusivamente con el apoyo económico del Arzobispado de Madrid. Es una situación insostenible que sus lectores deberían conocer y obligar a rectificar. No se entiende la indiferencia del cardenal arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, ante esta escandalosa situación». La polémica no deja de tener su gracia, al menos para mí al recordarme que no hay nada nuevo en este sentido. Es el eterno retorno tan usado en literatura y que nos traslada a los tiempos en la que la Iglesia tenía en la prostitución, sin pudor alguno, una de sus vías de ingresos.

Desde los primeros tiempos, la Iglesia prohíbe el sexo fuera del matrimonio, pero lo ve como un mal necesario. Los padres de la Iglesia se escudan diciendo que la prostitución está mal, pero las prostitutas son necesarias. Y es así como la Iglesia permitió y promovió la prostitución, creando y dirigiendo prostíbulos eclesiásticos por toda Europa cuyos ingresos fueron notables en el crecimiento y desarrollo de la Institución. Córdoba, paradigma del poder temporal de la Iglesia, no solo en la historia sino en la actualidad  es un ejemplo de proxenetismo histórico eclesiástico al mantener durante siglos el Cabildo de la Catedral las rentas de las casas de mancebía en el magro de sus ingresos. En los libros de cuentas de la catedral pueden verse aún los asientos de dichas rentas y, como publicaron mis amigos Jesus Padilla y José Manuel Escobar, los canónigos poseían, algunos incluso a título particular,  tabernas, mesones y boticas en las que se ejercía manifiestamente la prostitución, siendo muy conocidos los mesones de la Paja, de la Alfalfa o Madona, propiedad del Cabildo catedralicio durante toda la baja Edad Media. En Córdoba era esto tan conocido que se popularizó la expresión «putas de canónigo» para designar a las que ejercían en la boticas o mesones del cabildo eclesiástico y que el vulgo pronto le añadiría la cualidad de la excelencia por ser las mejores, las más controladas en su higiene y sanidad, y las más caras; vamos, las scorts o putas de alto standing medievales.

martes, 10 de octubre de 2017

Insolidaridad y nacionalismo

El canónigo Pau Claris, Presidente de la Diputación de Cataluña

      Pase lo que pase en los próximos días, soy pesimista con la situación provocada por el nacionalismo catalán pues, aún en el supuesto de que no hubiera Declaración Unilateral de Independencia, la fractura ya se ha producido de manera abrupta y, me temo que, de manera irreparable. Me gustaría unirme a la ola de optimismo que produjo la extraordinaria manifestación del día 8 de octubre, pero no puedo dejarme llevar por esa euforia epidérmica, pues considero que la profundidad del desgarro necesita mucho más que la sincera y emotiva intención de concordia de una de las partes para su reparación. Y baso este pesimismo, en primer lugar, en el bajo nivel de nuestra clase política actual —es difícil encontrar en nuestra historia semejante páramo intelectual en nuestros políticos—, a la que considero incapaz de tamaña gesta restauradora. El tema de esa fractura social y cultural, basada en años de adoctrinamiento tanto desde las aulas como desde las tribunas públicas, es de tal envergadura que no podemos dejar en tan pobres manos tan ingente labor reparadora. Los que nos han llevado hasta aquí, bien por acción u omisión, no pueden ser ahora los sanadores de una herida que han dejado llegar a su putrefacción.
Pero es que, además, mi pesimismo tiene una fundamentación en la misma condición humana, en la que la insolidaridad es una de manifestaciones más inherentes, aunque la consideremos moralmente reprobable, estando en la esencia del nacionalismo. Porque la historia de la insolidaridad se remonta al principio de los tiempos, por mucho que después la reformularan los fisiócratas, Adam Smith —«…el hombre reclama en la mayor parte de las circunstancias la ayuda de sus semejantes y en vano puede esperarla sólo de su benevolencia. La conseguirá con mayor seguridad interesando en su favor el egoísmo de los otros y haciéndoles ver que es ventajoso para ellos hacer lo que les pide…»—, los darwinistas sociales o la encontremos en el egoísmo ilustrado de Savater. En los siglos pretéritos, la insolidaridad era un exponente habitual en los abastecimiento de poblaciones en tiempos de carestía, epidemias o malas cosechas, tanto a niveles individuales como colectivos. Las alteraciones de mediados del siglo XVII en Andalucía, por ejemplo, tuvieron sus orígenes en el atesoramiento de grano por parte de hacendados, para que subieran los precios, y negaciones de auxilio de unas poblaciones a otras. En el famoso motín del hambre de Córdoba de 1652 las turbas asaltan las casas y almacenes, dándose el caso de encontrar en alguna el grano podrido, mientras la gente se moría de hambre por las calles. El duque de Cardona, a pesar de la orden del rey y de sus extraordinarios excedentes, se resistió a enviar grano a la ciudad, y el marqués de Priego accedió a mandar un poco y carísimo, a cien reales la fanega. Las ciudades que tienen no acuden en socorro de las que no tienen, debiendo Málaga abastecerse en estos años de barcos procedentes de Italia o el norte de África. Ya en la edad contemporánea tenemos el ejemplo de los no trasvases de agua de cuencas con excedentes a otras que se mueren de sed. Fue la insolidaridad la que frustró el plan hidrológico de Joaquín Costa y es la misma insolidaridad la que impide ahora el trasvase del Ebro. Prefieren ahogarse en su propia agua, pues raro es el año que ese río no se desborda, antes que dar los excedentes —que se pierden en el mar— a las regiones cuyo campos se agrietan por la sequía. Es igual que el hacendado cordobés que dejaba pudrirse el trigo antes de abastecer a una población hambrienta.

martes, 5 de septiembre de 2017

Festum, Fuente Obejuna, La vaquera de la Finojosa o el Halcón y la Columna. La memoria histórica de los pueblos de Córdoba

La alusión en el título de esta entrada a la «memoria histórica» pudiera llevar a algunos a pensar que estoy en contra de la ley conocida por ese término, y nada más lejos de la realidad. Lo que ocurre es que el nombre con el que se conoce esa ley, que debía ser del honor y la dignidad, ha hecho fortuna de manera equívoca, más aún cuando la perversión política la ha convertido en una apelación a la discordia en franca oposición al espíritu fundacional de nuestra democracia que reside, precisamente, en la concordia. Y sólo tenemos que ver el esperpento de los nuevos callejeros determinados por la referida ley, donde se eliminan nombres como el Inca Garcilaso o Luis de Góngora, por «sonar» a franquistas. De ahí que prefiera aplicar el término a ese pletórico y ejemplar ejercicio de búsqueda de la propia identidad de muchos pueblos de Córdoba, desde la participación ciudadana la real, no la de los programas políticos y la creatividad artística y cultural, que ha hecho más llevadera la insufrible canícula de este pasado mes de agosto.

Representación de El Halcón y la Columna
            Este es el caso de Belalcázar, pueblo del norte de la provincia, limítrofe con Extremadura, que puso en escena El halcón y la columna, obra de teatro popular del dramaturgo cordobés Francisco Benítez, en el espacio único del monumental convento de Santa Clara. Fue la oportunidad de ver a 150 vecinos de la localidad, actores noveles, paseando por el siglo XV, rememorando su propia historia a través de un texto lleno de conflictos, intereses y luchas territoriales. Ha sido la cuarta edición de una recreación teatralizada de la historia del Condado de Belalcázar en un lugar de valor patrimonial sin parangón, con la participación de los vecinos, que comienza con la muerte del Maestre de Alcántara, Gutierre de Sotomayor, sigue con la unión entre Alfonso de Sotomayor y Doña Elvira de Zúñiga, para concluir con las relaciones de Doña Elvira y su primogénito, primer Conde de Belalcázar, que pasó a la historia como Juan de la Puebla. En definitiva, se trata de una experiencia única y sorprendente pues el espectador queda atrapado ineludiblemente en una atmósfera singular donde el movimiento de actores y caballos, el vestuario, la iluminación, la música e incluso el olor a incienso, son elementos determinantes y envolventes.

Representación de La Vaquera de la Finojosa
Caso semejante ocurre en la limítrofe Hinojosa del Duque, donde cada cuatro años los vecinos representan La vaquera de la Finojosa, obra teatral, también compuesta por Francisco Benítez, basándose en la famosa serranilla del marqués de Santillana que comienza «Moça tan fermosa non vi en la frontera como una vaquera de la Finojosa», convirtiendo la plaza de la catedral de la Sierra en un escenario extraordinario. Este año no hemos podido gozar de ese espectáculo popular, pero sí tenemos el aperitivo de la exposición de vestuarios, montajes y fotografías sobre los 20 años de representación, que se cumplirán el próximo agosto, cuando la podremos ver de nuevo bajo la dirección de José Caballero, que ya dirigiera la tercera y cuarta edición.

Representación de Fuente Obejuna en la plaza del pueblo
            Tampoco este año hemos podido disfrutar en el pueblo de Fuente Obejuna de la representacion de ﷽﷽﷽﷽ste año hemos podido disfrutar de la representaciscenario extraordinario. este ón de la obra de Lope de Vega; pero sus vecinos se desplazaron nada menos que a Almagro, considerada hoy como el templo del teatro clásico, para dejar perplejos a unos afortunados espectadores que disfrutaron con la nueva y actual versión del grito de un pueblo contra la injusticia. La obra se viene representando en el pueblo del Guadiato cordobés desde 1935 con una periodicidad irregular, dándose la particularidad de que desde 1992 son los propios vecinos los que la representan. Fui testigo, como parte del equipo patrocinador, de aquella primera versión popular bajo la dirección de Mª Paz Ballesteros. Y observé de cerca los nervios, la preocupación de los actores al no ser profesionales; pero también fui testigo de esa convivencia extraordinaria, de esa unión ilusionada en pos de un reto cultural diferente, identitario. Porque los vecinos llevan y han llevado siempre a gala ese legado de símbolo de la lucha de un pueblo contra la opresión, como declaró el técnico de la concejalía de cultura, Angel Luis Martín, momentos antes de la puesta en escena en la plaza de Almagro: «Lope nos dejó en herencia esta obra sobre la injusticia y estamos orgullosos de defender este legado. Todos los nacidos en Fuente Obejuna llevamos dentro el compromiso de defenderlo y transmitirlo». Y ciertamente, bien que son leales a esa heredad social y cultural, pues solo hace falta verlos actuar con ese nivel de implicación para no poder evitar la emoción.

Festum. Detalle de una de las múltiples representaciones en Almedinilla
            Ejemplar y modélica resulta igualmente la dinamización de todo un pueblo como Almedinilla, en el sur de la provincia, en torno a su pasado ibero-romano hasta el extremo de determinar también su presente y futuro. Me refiero a la celebración, también agosteña, de FESTUM Jornadas Ibero-Romanas, durante las cuales todo el pueblo se transforma rememorando ese pasado, en una rica oferta cultural donde no está exento el ocio, siempre dentro del más absoluto respeto al rigor histórico. Porque Almedinilla, desde que se descubriera su villa romana, en 1988, y en ella la escultura de bronce de  Hypnos —dios del sueño vinculado iconográficamente a la noche, la muerte y la memoria—, se ha convertido en el paradigma de un innovador concepto de rentabilidad cultural, en el que se reafirma la importancia de esa dimensión en los procesos socioeconómicos y en el desarrollo de los pueblos.
Porque, como en ningún otro lugar, se visualiza una actividad que, no sólo contribuye al desarrollo económico, sino a la integración social, a la convergencia de políticas culturales o turísticas, siendo además portadora de valores y respeto por los recursos, tanto culturales como naturales. Pero, como en los ejemplos anteriores, Almedinilla se distingue además por el énfasis puesto en la importancia de la participación de los ciudadanos, pues si posee un patrimonio cultural y natural con el suficiente atractivo como para generar una corriente de visitantes, este patrimonio forma parte, también, del disfrute propio de sus habitantes. Y esto se traduce en desarrollo local, fundamentado en la capacidad de optimizar los recursos, pero colocando siempre en primer lugar a su población y la cultura elaborada y mantenida por unas gentes que aplican los dictados de la razón al corazón.
Esta positiva senda la siguen otros pueblos como Santaella, Aguilar de la Frontera o los pueblos de la Colonización de Carlos III. Y realmente, todo ello, por su riqueza y vitalidad, nos reconcilia con una esperanza perdida sobre el futuro cultural de nuestros pueblos ante la nefasta, suprema y tiránica influencia de la televisión basura.


martes, 1 de agosto de 2017

La emoción de mirar al abismo: Las aperturas de la tumba de Dalí, la urna de Góngora y el arca de los Santos Mártires de Córdoba

Urna de Góngora. Capilla de San Bartolomé. Mezquita Catedral de Córdoba


El pasado mes de julio se producía el ya conocido y surrealista de la apertura de la tumba de Dalí con el objetivo de exhumar sus restos y extraer el ADN con el que solventar un proceso de reclamación de paternidad. El hecho suscitó tal curiosidad que los responsables de la Fundación Dalí debieron extremar las medidas de seguridad para evitar miradas indeseadas. No obstante, los pocos que tuvieron acceso a la singular cripta manifestaron, como si se hubieran puesto de acuerdo, la enorme carga de emoción con la que esperaron el momento crucial de volver a ver el bigote del genio que, al parecer, mantenía la posición de las diez y diez, como luciera durante su extravagante vida. Y comprendo ese sentimiento emocional ante tal trance, pues yo mismo he experimentado esa conmoción de asomarse al abismo del tiempo para penetrar en los enigmas, bajar y comprobar lo que queda de antiguas deidades.


     Mi primera experiencia en este sentido se produjo una fría mañana de principios de abril de 1993, cuando se procedió a la colocación de los restos mortales de Luis de Góngora en una nueva urna funeraria, en su misma capilla de San Bartolomé, cuyo patronato consta a favor de la familia desde 1490. Ya en el siglo XIX, con motivo de unas reformas en la capilla, el Cabildo concedió permiso para exhumar los restos del insigne poeta, colocándose en 1857 sobre el muro occidental en una caja de plomo, cubierta de otra de madera, bajo una lápida de mármol con una inscripción latina redactada por Luis María de las Casas Deza. Sin embargo, en nuestra época, la restauración de la capilla, en la que se liberaron las arquería laterales, obligó a un nuevo traslado de los restos y, con él, un nuevo y más digno monumento a su memoria. En todo el proceso estuvo la idea y el empuje del canónigo archivero, Manuel Nieto, realizando el proyecto de la nueva urna el arquitecto Carlos Luca de Tena, que la concibió con el busto en relieve del escritor en su frontal y rematada con una corona de laurel, siendo sus ejecutores los hermanos García Rueda y el platero Francisco Díaz Roncero. Pero llegó aquel momento en el que había que depositar la caja de plomo en la nueva urna. Éramos pocos los convocados: promotores y artistas del proyecto, el Deán de la Catedral, algún canónigo curioso, yo, que firmaría el acta como secretario de la Comisión de Patrimonio Cultural, y poco más; pero todos, como digo, controlábamos nuestros sentimientos como podíamos. En los momentos previos, recordaba el gesto soberbio del retrato de Velázquez o el entusiasta empeño de mi profesora doña Luisa Revuelta por hacernos comprender, en aquellos años juveniles de Preuniversitario, lo insondable de su poesía; pero todo se vino abajo cuando se destapó la caja de plomo: de aquella genial soberbia solo quedaba un poco de polvo —«santo olor a ceniza fría», como rezaba uno de sus versos—, un trozo de correa de cuero y una hebilla. Nada más. Hoy, pasados los años, viene a mi mente ese soneto gongorino que parece toda una premonición de aquel trasiego en el tiempo, hacia esa nada a la que aludía Cernuda hablando de Góngora, «nulo al fin, ya tranquilo, entre su nada»:

«Urnas plebeyas, túmulos reales
penetrad sin temor memorias mías
por donde ya el verdugo de los días
con igual pie dio pasos desiguales.

Revolved tantas señas de mortales,
desnudos huesos y cenizas frías
a pesar de las vanas, si no pías
caras preservaciones orientales.

Bajad luego al abismo, en cuyos senos
blasfeman almas, y en su prisión fuerte
hierros se escuchan siempre y llanto eterno,

si queréis, o memorias, por lo menos,
con la muerte libraros de la muerte,
y el infierno vencer con el infierno.»


     Al día siguiente, el tres de abril, la prensa local se hizo eco de la noticia, pero queda poca información gráfica. En cambio, del otro episodio que voy a relatar, sí hay multitud de documentos gráficos, aunque, realizado en medio de las lógicas reservas, tuvo una nula repercusión mediática. Me refiero a la apertura del Arca de los Santos Mártires de Córdoba, que se veneran en Córdoba desde 1575, de la que fui igualmente testigo una tarde de marzo de 1998.
El autor, junto al obispo de Córdoba, ante las reliquias de los S.M.Córdoba.
 Fue el entonces obispo de Córdoba, Javier Martínez, quien ordenó su apertura para proceder a un tratamiento de conservación, recuento y clasificación de las consideradas sagradas reliquias. Y esta vez la concurrencia en la cripta del Cardenal Salazar, utilizada ahora como Sala Capitular, era mucho mayor que en la referida dignificación gongorina, pues, a la presencia del obispo y cargos capitulares, había que sumar a los doctores Felipe Toledo y Angel Fernández Dueñas, que actuaban de peritos forenses, más cerrajeros, empleados de la catedral, cargos de la Hermandad de los S. Mártires y yo, que seguía actuando todavía de secretario del Patrimonio Cultural. 
   
Arca de las reliquias de los Santos Mártires de Córdoba.
Iglesia de San Pedro. Córdoba. 
 El proceso encontró la dificultad inicial de los cerrajeros que no pudieron abrir los candados y cerraduras con las que la urna fue sellada por última vez en 1791. Algo desconocido quería impedir aquella violación del secreto de siglos, como si quisiera permanecer bajo la rúbrica legendaria de la «Invención de las Reliquias de los Santos Mártires de Córdoba». Al fin, tras un tiempo de intentos frustrados se tomó la decisión de serrar la tapa superior como única alternativa a ese peculiar lacre pretendidamente eterno, y los peritos fueron sacand
o todos los restos óseos y colocándonos sobre la Mesa Capitular, en una primera clasificación morfológica. Cuatrocientas cincuenta piezas de adultos, más algunas de niños, cobijaba la urna de plata, correspondientes según el posterior estudio a un número máximo de veintiuna personas, de las que dieciséis eran hombres, la mayoría de la época mozárabe y uno de la hispano-romana. Natalia, Argentea, Flora y María, Perfecto, Teodomiro, Argimiro…, son nombres que barajan los peritos con bastante inseguridad, pues su conclusión final es que «no son todos los que están, ni están todos los que son», en clara referencia a los nombres relacionados en el sepulcro hallado a finales del siglo XVI, al pie de la torre de la iglesia de San Pedro, y que está en el origen de la mencionada «Invención de las reliquias».

En fin, lo dicho, por concluir con Góngora:

«Los huesos que hoy este sepulcro encierra,
a no estar entre aromas orientales,
mortales señas dieran de mortales:
la razón abra lo que el mármol cierra.»


lunes, 26 de junio de 2017

Letizia y la imagen de las reinas consortes medievales

Isabel de Portugal
  Siempre que veo en la prensa a la reina Letizia me acuerdo del tópico literario Nihil novum sub sole, «nada nuevo bajo el sol», que utilizamos cuando queremos expresar la idea de que todo se repite o que un determinado hecho no aporta nada novedoso a nuestra experiencia. Porque la absoluta prioridad que le otorga la reina a la construcción de su imagen no es una novedad en una reina consorte. Estaba ya inventado, ideado —como podemos apreciar en las reinas consortes medievales—, aunque con los matices lógicos correspondientes a distintos contextos culturales. El individuo medieval concibe el mundo como un gran teatro en el que cada cual ha de indicar al gran público quién es, a qué grupo social pertenece y qué lugar ocupa en esa representación. De ahí la escenificación social que, realizada, preferentemente, a través del sentido de la vista, obligaba a cada persona a mostrarse conforme a su condición, pero sin caer en la ostentación desmesurada, sinónimo de soberbia y de pecado como nos recuerda Diana Pelaz en su espléndido trabajo sobre el significado de la imagen de la reina consorte en el reino de Castilla durante el siglo XV. Y lo que ayer era reprobado por pecaminoso, hoy es criticado por su banalidad impropia como fácilmente podemos comprobar en la prensa, en la que no se oculta la obsesión por la imagen de doña Letizia que la ha conducido a la radical transformación por todos conocida. 
Isabel de Coimbra
Sara Cordero, en su tesis de grado en la universidad de Valladolid, estudia precisamente el tratamiento informativo de la reina Letizia en los medios de comunicación generalistas, llegando a la conclusión de que las críticas a la reina no están relacionadas con su papel socio-político, sino que giran en torno a cuestiones relativas a su apariencia física. Las consortes medievales, a diferencia de las reinas per se, se veían obligadas a redoblar sus esfuerzos para obtener la plena legitimación del preeminente lugar que ocupaban en la Corona, y puede que algo de eso le ocurra a doña Letizia por su origen socio-profesional. Pero cientos de tratamientos de belleza y varias operaciones de cirugía estética —eliminación del arco de su nariz, reducción del mentón, aumento de pecho, prótesis en los glúteos, retoques en los labios…, son algunas de las que se le reconocen—, encuentran difícil justificación en la conformación de una imagen unida al rol del papel que ha de desempeñar una reina consorte en el siglo XXI.

jueves, 18 de mayo de 2017

El caso Banderas y la cultura del mecenazgo



A.de Nebrija impartiendo una clase de gramática
 en presencia del mecenas D.Juan de Zúñiga. BNE
Si me ha sorprendido especialmente el caso del frustrado proyecto de Antonio Banderas para la creación de un centro cultural en su ciudad natal es, precisamente, que sea en Málaga donde se haya gestado ese incomprensible atropello. Porque Málaga es hoy una de las ciudades que pueden presumir de haber sabido construir un polo cultural dinámico que no solo incrementa su atractivo turístico sino verdaderamente enriquece la vida de los malagueños. Además de la reciente reinauguración del Museo de Bellas Artes —una infraestructura cultural de 18.400 metros cuadrados—, allí convive el legado de Picasso, el del Thyssen-Bornemisza, del Pompidou, de las colecciones de San Petersburgo o del arte contemporáneo en foros distintos que dialogan y se complementan entre sí de forma atractiva y ejemplar.
Leemos que la causa que ha aburrido al actor malagueño ha sido el sectarismo y la envidia pero, sin duda, este hecho se inscribe en esa corriente actual, aunque la llevemos padeciendo bastante tiempo, de la prioridad y hegemonía del Estado en la promoción y desarrollo de las políticas de actuación o animación cultural. En el modelo de Estado de Bienestar, ahora en cuestión por la crisis económica, es el sector público —recaudador y redistribuidor— el que ejerce de manera casi absoluta el papel de agente promotor y garante del desarrollo cultural, por encima de la sociedad y del mercado. Este absolutismo del sector público, al que no parece querer renunciar ni la izquierda ni la derecha —véase la no ley de mecenazgo del PP—, atenta contra la libertad y pluralidad que debe presuponerse en todo lo que lleve el apellido “cultural”, además de generar un empobrecimiento generalizado cuando no aberraciones de todo signo. Un ejemplo clarificador en este sentido lo tenemos en Córdoba, cuyo elenco de gestores públicos, tanto locales como autonómicos, brillan más por su filiación ideológica que por su cualificación en materia cultural con lo que sus carreras están jalonadas de inigualables “laureles” para su mayor honra y gloria: baste señalar la frustrada gestión de la candidatura a Capital Europea de la Cultura, sin contar en absoluto con personas e instituciones privadas como protagonistas de la creatividad, o el espectáculo del C4 (Centro de Creación Contemporánea de Andalucía), la gran apuesta de la Junta para que Córdoba fuera esa anhelada capital europea, que debía estar terminado en 2011, se inauguró en diciembre del 2016 y aún no saben muy bien qué hacer con él. 
Colegio de Santa Cruz, Valladolid.
Intervino Lorenzo Vázquez, protegido del conde Tendilla
El carro de lo público no puede con todo y es necesario la participación de la iniciativa privada en la financiación de la cultura. Soy, sin embargo, escéptico fundamentalmente porque no existe en nuestro país la cultura del mecenazgo, cuando este ha sido un elemento indisoluble de la historia y evolución de la creatividad artística e intelectual. Ahora, con los recortes en cultura, podríamos estar ante una coyuntura favorable para fortalecer el mecenazgo individual y empresarial, pero no existe el atractivo fiscal suficiente, por no hablar de la escasa valoración social de la cultura. Aquí tiene escasa relevancia la figura del filántropo, aquella persona que, sin ser necesariamente millonaria, ayuda al museo de su ciudad y colabora en la programación musical del auditorio, algo habitual en Estados Unidos y en el mundo anglosajón, donde la filantropía figura como elemento esencial del currículum de toda persona relevante. Apoyar a cambio de nada, como es la figura del mecenas antiguo; asumir el «compromiso de dar» queda muy lejos de nuestra mentalidad, pero es necesario recuperarlo pues en esos ámbitos, el fomento de mecenazgo cultural hace a las sociedades más cultas, más libres y más ricas.

lunes, 17 de abril de 2017

Navarra, la Ikurriña y el silencio

Proclamación del primer rey de Navarra. Joaquín Espalder. Palacio de Navarra

Leí con cierta perplejidad la noticia de la derogación de la Ley de Símbolos del Parlamento navarro, que abría la puerta para que la ikurriña pudiera ondear en las instituciones públicas de Navarra. Pero aún me sorprende más, pasados ya unos días, la escasa respuesta que esta maniobra ha tenido en los medios políticos, sociales o culturales. Aunque no debería extrañarnos ese silencio en una sociedad cuya realidad social está en gran medida fundamentada en ese vacío como el mejor medio de mantener las apariencias de convivencia. Y eso —visto desde Andalucía donde el único grito es el quejío, no deja de ser triste, porque el silencio suele ser la expresión del miedo y cómplice de estructuras autoritarias, como las dictaduras, donde la libertad brilla por su ausencia. Nuestra historia reciente nos habla con suficiente elocuencia en este sentido, pues no tenemos más que asomarnos a los quince primeros años que siguieron al final de la guerra civil y comprenderemos que fue el silencio —ante la represión, fusilamientos, depuraciones…—, quien ayudó a consolidar y fortalecer el régimen.
Cualquiera que visite esa bella tierra percibe el rumor de ese silencio; ese mirar para otro lado, ese no querer saber nada. Fui testigo en San Sebastián, ya acabando la década de los 90, de cómo se iban apagando las luces de las ventanas a medida que unos jóvenes gamberros —no encuentro mística alguna en esos hechos— atropellaban con unos contenedores de basura todo lo que encontraban a su paso: nadie quiere ver nada; es la patria callada que rezuma en las páginas de Aramburu y que llevan impresa y silente incluso los vascos que viven en el sur.

El príncipe de Viana. José Moreno Carbonero. Museo del Prado
Somos conscientes de las dificultades que para la convivencia histórica ha representado y representa la articulación de la realidad social en las formas políticas, dada la complejidad de factores que influyen en esta delicada construcción. No son suficientes los decretos o las leyes para crear un verdadero Estado de las Autonomías pues las unidades sociales, como escribiera Julián Marías, se han ido formando a lo largo de mucho tiempo, mediante la convergencia de distintos factores, como el geográfico, étnico, lingüístico, religiosos, económicos o culturales, cuya complejidad nos parecen a veces irracionales. Pero ahora, con la ikurriña inventada por Sabino Arana enseñoreando la milenaria Navarra, se está adulterando la configuración de esas realidades sociales y políticas, atropellando la razón histórica. Porque si hemos de buscar  alguna preeminencia, esta sería la de Navarra sobre las provincias vascongadas; aunque prefiero la tesis histórica de dos pueblos diferentes con un origen común en Navarra y Aragón. Como escribiera Claudio Sánchez Albornoz, «no sólo es lícito sino obligado establecer en las sierras de Urbasa, Andía y Aralar la frontera perdurable que ha separado dos comunidades históricas dispares: la Euzcadi de hoy de la Navarra milenaria. Los navarros o eran iberos puros o hermanos de los puros iberos o estaban profundamente iberizados; y los habitantes de la depresión vasca si no eran Cántabros estaban muy emparentados con ellos». Desde el punto de vista histórico no tiene ningún sentido esta vuelta a los falsos mitos, como bien queda asentado en las numerosas aportaciones de Sánchez Albornoz sobre Vasconia y Navarra, recopiladas en Vascos y navarros en su primera historia (Madrid, 1974) y Orígenes del Reino de Pamplona, Su vinculación con el Valle del Ebro (Pamplona, 1981), cuyos argumentos fueron sintetizados y divulgados en el libro Orígenes y destino de Navarra. Trayectoria histórica de Vasconia (Barcelona, 1984).

jueves, 6 de abril de 2017

Intrigas en la corte castellana


Alfonso Castilla: «Estamos ante la trepidante historia de un hombre singular, culto y apasionado, enfebrecido por la ambición de poder»

Durante la reciente celebración de la Feria del Libro en Córdoba tuvo lugar la presentación del libro «La Salamandra púrpura», de Luis Enrique Sánchez, publicada por la editorial Utopía Libros. En el acto, celebrado en el salón del Centro Cultural San Hipólito, intervinieron el editor, Ricardo González, Salvador Blanco, vicepresidente de la Diputación Provincial, el autor y Alfonso Castilla, presidente de Andalucía Económica, quien presentó la obra y cuyo texto reproducimos a continuación:


… Hace tres años que soy lector de las publicaciones de UTOPÍA y tengo que felicitar a Ricardo González Mestre por el entusiasmo, el tesón, y el cariño que con muchas dificultades está cubriendo un espacio editorial que Córdoba necesita. Gracias Ricardo. 
De Luis Enrique sabía de su profesionalidad y de su especial habilidad en el ámbito de la comunicación institucional y empresarial, donde la palabra es instrumento determinante para crear una imagen social positiva y atractiva de la empresa o institución a la que se representa. Conocía, además, su trayectoria académica en el ámbito de la investigación archivística, pero confieso que me sorprendió la calidad de su dimensión literaria cuando se atrevió a darla a conocer en El Tesorero de la Catedral. Una calidad, evidente en la riqueza de vocabulario y sus formas expresivas, que corroboró con Espectros en Trassierra y que llevó al crítico literario Antonio Moreno Ayora a situarlo en el Olimpo de escritores cordobeses contemporáneos. Hoy, nos confirma todo lo que presumíamos con esta nueva entrega, la Salamandra púrpura: una obra definitiva, de plena madurez, en la que solventa con naturalidad y brillantez las dificultades que siempre entraña abordar la construcción de una novela en torno a la biografía de un personaje tan complejo, en una época tan turbulenta como el siglo XV.

Perspectiva del salón de actos
             Luis Enrique se ha caracterizado por desplegar su literatura, sus obras de ficción, teniendo siempre a la historia como fuente de inspiración, con lo que aúna —y esto se lo he oído decir en alguna ocasión— dos de sus facetas vocacionales como son la investigación histórica y la creatividad literaria. De este modo dota a la historia de un componente didáctico y atractivo, pues no en vano la belleza es el resultado del arte literario. Porque en la obra de Luis Enrique podemos observar ese afán por la búsqueda de la emoción en cada párrafo, en cada página, hasta hacernos comprender lo acertado de Dostoievsky cuando, en Los hermanos Karamazov, decía que «la belleza es el campo de batalla donde Dios y el diablo se disputan el corazón del hombre».

Pero sus obras no utilizan la historia únicamente como telón de fondo, como si fuera un paisaje sobre el que discurren los personajes, sino que le imprime la impronta personal de la investigación, de la exhaustiva documentación sobre personajes y lugares, que visita y recorre personalmente, consiguiendo una riqueza visual y tal cúmulo de detalles que nos introduce de lleno en aquel tiempo, en aquellos lugares donde tiene lugar la peripecia vital de su protagonista, Alonso de Fonseca. De este modo, la lectura de La Salamandra, irremediablemente, nos hace vivir desde dentro los avatares de aquella corte convulsa e intrigante. Porque la novela nos cautiva, nos conquista con su deleite verbal hasta hacernos creer que esa historia no es de papel, sino que es la realidad y que estamos viviéndola a la vez que sus personajes.

Intervención de Alfonso Castilla
             Contribuye notablemente a su ambientación el uso del lenguaje de la época, con el que el autor está familiarizado tras años de lectura de los textos originales en archivos catedralicios. Y este arcaísmo en el léxico, que en principio podría parecer como una dificultad para el lector, se convierte en sus manos en un elemento enriquecedor, nada vanidoso, que autentifica, además, a esta novela como testimonio elocuente de aquella realidad histórica, el siglo XV y más concretamente el reinado de Enrique IV, caracterizada por la corrupción y la rapacidad de la nobleza, insaciable siempre a la hora de acaparar rentas, mercedes y señoríos.

viernes, 31 de marzo de 2017

Editada «La Salamandra púrpura». Novela las venturas y desventuras de Alonso de Fonseca en la corte castellana del siglo XV



Génesis de la novela. La fascinación del encuentro.
Decía Borges que, “en la poesía, el punto de partida tiene que ser la emoción.” Y a mí me sucedió algo parecido en esta novela, al ser de alguna manera víctima de ese “resplandor intuitivo”, que dijera Maritain, cuando conocí al personaje principal. Fue hace ya un tiempo, colaborando en la redacción de la Gran Enciclopedia de Andalucía, cuando tuve mi primer encuentro con Alonso de Fonseca, descubriendo en él a una personalidad extraordinaria, original, fuera de lo común, y uno de los hombres más determinantes de Castilla en los reinados de Juan II y, especialmente, de Enrique IV.
            Sin embargo, y a pesar de ello, me sorprendió el escaso conocimiento que existe sobre este personaje que ha pasado a la historia únicamente por ser el causante del dicho popular «el que se va de Sevilla, pierde su silla». Y ni siquiera por eso, pues pocos son los que saben el origen del refrán. A nivel bibliográfico, únicamente el profesor Franco Silva le dedicó un artículo a raíz del hallazgo de su testamento en el archivo de la Casa Ducal de Alburquerque. Unas pocas páginas tan solo para la importancia de un hombre que —entre otras muchas de sus andanzas— tuvo la osadía de fundar una dinastía de arzobispos y que, en el colmo de la audacia, se permitió el lujo de cambiar episcopados como si fueran cromos.

       

    
Esta es la secuencia del primer episodio que conocí de él: el arzobispo de Santiago de Compostela muere envenenado. Fonseca consigue, en un alarde de influencia, que su joven sobrino de 20 años y de su mismo nombre, sea nombrado para ocupar la silla vacante. Este no puede tomar posesión, ni siquiera entrar en Santiago, porque la oligarquía nobiliaria local había nombrado por su cuenta a un Trastámara.  Entonces, nuestro protagonista cambia las sedes con su sobrino para poder así conquistar Santiago de Compostela. Levanta un poderoso ejército, pone sitio a la que era ciudad santa para la cristiandad, ataca y bombardea con lombardas sus murallas durante meses y la rinde después de incendiarla. Toma posesión entre lanzas ensangrentadas, pacifica con la espada la levantisca Tierra de Santiago —pues el arzobispo era también allí señor feudal— y, tras unos años, le ordena a su sobrino que le devuelva la sede de Sevilla y tome posesión de la sede gallega. Pero este le dice que no, que Sevilla es una maravilla —esto es mío— y no se mueve de ahí, por lo que nuestro personaje tiene que recurrir de nuevo a las armas para hacer entrar en razones a su joven e incauto sobrino.
            No pude resistirme a la curiosidad de intentar descubrir cómo era ese hombre; qué había detrás de toda esa exhibición de fuerza y poder. Y esa curiosidad se transformó en fascinación a medida que iba despejando el enigma de una personalidad insólita en medio de la turbulencia de aquellos tiempos medievales: de atractiva presencia, amante del lujo, de las joyas y la belleza. Bibliófilo y mecenas de humanistas —Nebrija encontró con él su primer empleo—, vestía a la morisca y gustaba de la compañía de alquimistas, hechiceros y adivinos. Curiosidad, sugestión o atracción a primera vista, aunque tal vez cayera en esa enfermedad inconsciente que nos hipnotiza, como es la fascinación del mal, que tanto juego ha dado y da en el arte y en la literatura.
            Sea como fuere, sin duda, esa fascinación actuó como brote creativo original y embrionario para emprender el camino de la creación de esta novela; una fascinación que me ha tenido atrapado durante unos años, y que aún continúa, pues quedan sombras por iluminar y quizás algún día vuelva para intentar alumbrarlas.

Una vida de novela.
Porque, efectivamente, la excéntrica trayectoria vital de Alonso de Fonseca es una auténtica vida de novela. Y no solo es novelesca por la multitud de episodios pintorescos, asombrosos e incluso surrealistas, dignos de enriquecer el contenido de la mejor de las creaciones literarias, sino que el mismo desarrollo, sus mismos ciclos de acontecimientos vitales, se adaptan perfectamente a la estructura narrativa.
Existe un objetivo claro y determinante que será el hilo conductor de toda una vida: la ambición por el poder. Todo, desde su primera juventud como doncel del príncipe Enrique, lo supedita y ordena a favor de ese bien individual y, para él, supremo que es detentar el poder, mantenerlo y acrecentarlo cada día. Todo lo somete a ese objetivo. La dignidad eclesiástica es un medio para llegar al poder; los acuerdos y alianzas con la nobleza están lógicamente determinados por ese objetivo, incluso la mujer, el amor, es utilizado como recurso o, en su defecto, como aditamento y adorno de ese poder. Así, por ejemplo, usa a doña Guiomar de Castro —la bella dama portuguesa— para tener controlado al rey y buena parte de su enfermiza obsesión por la reina Juana se basaba en su pretensión de mostrarla al mundo apoyada en su brazo, como el mayor signo de poder.


Castillo de Coca (Segovia), sede del señorío de Fonseca

Pero ese camino tiene muchos obstáculos, empezando por el propio suelo de arenas movedizas que era la corte castellana del siglo XV, donde un gesto equivocado, una palabra fuera de lugar o un mal cálculo en las previsiones de futuro se pagaba con la propia cabeza. Ya en tiempos de Juan II le vemos en el filo de la navaja como agente doble entre el condestable Álvaro de Luna y el príncipe Enrique, con el riesgo que ello representaba, los Mendozas le disputarán casi todo, empezando por la provisión de la sede sevillana; todos los advenedizos en el entorno del rey desconfiarán de él, celosos de su influencia, hasta que consiguen enemistarlo con el monarca. Este llegó a ordenar que le cortasen la cabeza, teniendo que refugiarse en Béjar, con los Zúñigas, mientras las tropas reales ponían sitio a sus castillos de Coca (Segovia) y de Alaejos (Valladolid). El rey lo denuncia a Roma, acusándole poco menos que de hereje; cuando de nuevo vuelve a la cúspide, la guerra civil le obliga a tirar una moneda al aire con la incertidumbre como futuro, teniendo siempre que enfrentarse a grandes decisiones e incluso a peligros físicos como cuando, con el rey Enrique presente, un grupo de nobles le tienden una emboscada en el alcázar de Segovia con la intención de matarlo.

Mausoleo de Alonso de Fonseca. Iglesia de Sta. María, en Coca (Segovia)
Y como en todo relato clásico, en esa azarosa vida en pos del éxito, existen aliados y antagonistas, personajes que le ayudan a conseguir su meta y otros que lo ponen a prueba. Carrillo y Velasco serían algunos de sus antagonistas y Álvaro de Zúñiga o doña Guiomar, sus fieles aliados. Necesitaría una larga y extensa enumeración, pero no puedo dejar de señalar la singularidad de que los aliados y los antagonistas son, en muchas ocasiones, los mismos. El rey Enrique, por ejemplo, desde que fuera príncipe, fue su principal valedor; sin embargo, ya hemos visto cómo, influenciado por sus enemigos, llega a condenarlo y denunciarlo a Roma. Alonso de Fonseca, a pesar de su afinidad, le devolverá el golpe, animando a los nobles a la rebelión contra el monarca. Y, en ese doble juego tan frecuente en la corte, el rey participará también en la emboscada del alcázar, pero lo salva a última hora, delatando las intenciones de los nobles que lo asistían y abriéndole la puerta al pasadizo que da acceso al fondo del barranco, en el río, por donde pudo escapar Fonseca.
Otra de las personas que le acompañan en esta vertiginosa carrera vital de ambición será Juan Pacheco, el marqués de Villena que fuera también doncel del príncipe. Estarán unidos en multitud de intrigas y maquinaciones en beneficio de ambos, pero los celos del marqués provocarán que Fonseca perdiese la presidencia del Consejo Real, incitando además al rey a condenarlo a muerte. Si bien, como hiciera el monarca en Segovia, le avisa para que pueda escapar de los soldados que van a detenerle.
Vista del castillo de Coca (Segovia)
La novela además, como su misma vida, está plagada de personajes secundarios que contribuyen u obstaculizan la acción de los personajes principales, contribuyendo cada uno a enriquecer el contenido de nuestro relato. Su hermano Fernando, brazo ejecutor de las estrategias que requerían la intervención armada y que muere defendiendo el pendón de los Fonseca en la batalla de Olmedo. Doña Guiomar de Castro, su confidente y cómplice sexual; la reina Juana, por la que siente una especial devoción, tan conocida en el reino que en los conflictos nobiliarios donde se pacta la entrega de rehenes como garantía, el rey siempre entrega la reina a Fonseca para que sea su custodio. El cronista Palencia, Herrera o su fiel Zenón el adivino —este en la ficción—, serán algunos de esos personajes sin los cuales la novela quedaría desangelada. 

Un título: el animal que mejor define al protagonista.
            Pero es que además, en este proceso de búsqueda documental con la que dar rienda suelta a mi fascinación, me encontré incluso con el título de la novela, pues es el cronista Palencia, antiguo colaborador, dice en más de una ocasión que Fonseca es como la salamandra «es una serpiente que vive en el fuego; dízese salamandra porque prevaleçe contra los fuegos, y sy sube en algund árbol empozoña todo el fructo», según cito en el frontispicio del libro. Y realmente es así, porque Fonseca, como hemos podido ver en algunos ejemplos, sobrevive a todos los peligros y, una vez que sale de ellos, realmente infecta o aniquila a sus enemigos.  Velasco, su sucesor en el Consejo de Castilla e instigador del momentáneo ostracismo de Fonseca, tuvo que pasar la vergüenza de pedirle perdón públicamente, vestido incluso de penitente. Y el rey, derrotado y abandonado en su lucha contra los partidarios de su hermano Alfonso, tuvo que arrastrarse, montando una torpe mula y casi sin escolta, hasta el castillo de Coca para pedirle consejo y apoyo. Por sobrevivir, sobrevivió hasta al escándalo que provocó la huida de la reina de su castillo de Alaejos, embarazada de mellizos —como luego se supo al dar a luz— cuando hacía más de un año que no veía al rey. Durante un tiempo y por toda Castilla, Fonseca fue el «fornicador de la reina», con lo que eso representaba en aquellos tiempos. Pero todas las culpas cayeron en la reina, que fue condenada al destierro, y Fonseca, por despecho hacia ella, exhibió entonces sus cartas secretas para considerar nulo el matrimonio real, con lo que la legitimidad en la sucesión pasaba a la infanta Isabel, en detrimento de la hija de la reina Juana.

Precursor de la ética maquiavélica.
            Porque en todo se conduce sin ningún tipo de limitación moral, siendo el objetivo y la meta que persigue lo único que le importa. Y en este sentido no es descabellado afirmar que Maquiavelo no inventó nada. No elaboró una teoría política original, únicamente estructuró en un tratado, en un manual, lo que ya era una práctica habitual en las cortes hispánicas, no siendo extraño que Maquiavelo pusiera como modelo de “Príncipe” a Fernando de Aragón, al que Fonseca no veía con buenos ojos, sin duda porque eran iguales.
            Fonseca desarrolla una ética propia de lo político que considera permisibles actos de engaño y crueldad, pues para él, el uso del mal no es sólo un hecho, ni sólo una necesidad de lo político, sino que es además recomendable para su buen funcionamiento.

Grabado de Alaejos (Valladolid) donde se aprecia el castillo de Fonseca
            Con estos principios y la superioridad intelectual que detenta por su formación, no sólo alcanza sus objetivos de poder personal, sino que se constituye en personaje imprescindible en casi todos los acontecimientos del reino. A él acuden los nobles tras dar la patada al muñeco que representaba al rey Enrique, en busca de consejo. En su castillo se buscan acuerdos para la paz o para el futuro casamiento de la infanta Isabel. A veces sus propuestas son disparatadas, como la división del reino entre los dos hermanos para solucionar la guerra civil o la opción de Pedro Girón, primero, o la francesa después —personificada en el contrahecho duque de Guyena—, para desposar a Isabel; pero siempre acudían a él, a su ingenio, a su audacia y a su originalidad, exhibida con la frecuencia que utilizaba la fiesta como elemento de superación de los conflictos.  

 No es una biografía al uso, ni una biografía novelada. Es una novela histórica.
            A pesar de lo que pudiera parecer a algunos, no hemos escrito una biografía al uso, ni una biografía novelada. Prefiero definirla como una novela histórica, pues hemos utilizado solo aquellos «Momentos del ser», como diría Virginia Woolf, aquellos hitos, en los cuales las voces del pasado hablan con especial elocuencia.
            Y como siempre hago en mis novelas, lo histórico —en el sentido de lo documentado—, es “verdadero”, “comprobable”, y lo no documentado, está dentro de lo “verosímil”, pues efectivamente pudo haber sido tal y como se cuenta. Es este el espacio para la “imaginación”, para dar voz al silencio, para dar vida a los personajes que se mueven por el escenario, haciéndoles sentir, padecer o emocionarse.
            Si acaso he forzado algo más la verdad histórica ha sido en la estructura, haciendo entrar en el castillo al cronista Palencia, cuando está Fonseca ya enfermo de muerte, para recibir el encargo de asumir el oficio de ser su «dispensator gloriae», su dispensador de gloria. Palencia, en la realidad histórica, ya recibió el encargo de defenderlo en Roma, después incluso de que sus vidas se hubieran separado; pero dudo que este último encargo se produjera en la realidad, aunque también es verosímil en un hombre que había saboreado todas las mieles del poder, aspirar a su propia trascendencia aquí en la tierra, aspirar a la gloria histórica y literaria.

            Pero no crean que mi fascinación por el personaje me ha llevado a colaborar en esa última misión propuesta al cronista —el de ser su dispensador de gloria—, sino que, por el contrario, creo que con mi novela lo he ayudado en su descenso a los infiernos.

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