lunes, 26 de junio de 2017

Letizia y la imagen de las reinas consortes medievales

Isabel de Portugal
  Siempre que veo en la prensa a la reina Letizia me acuerdo del tópico literario Nihil novum sub sole, «nada nuevo bajo el sol», que utilizamos cuando queremos expresar la idea de que todo se repite o que un determinado hecho no aporta nada novedoso a nuestra experiencia. Porque la absoluta prioridad que le otorga la reina a la construcción de su imagen no es una novedad en una reina consorte. Estaba ya inventado, ideado —como podemos apreciar en las reinas consortes medievales—, aunque con los matices lógicos correspondientes a distintos contextos culturales. El individuo medieval concibe el mundo como un gran teatro en el que cada cual ha de indicar al gran público quién es, a qué grupo social pertenece y qué lugar ocupa en esa representación. De ahí la escenificación social que, realizada, preferentemente, a través del sentido de la vista, obligaba a cada persona a mostrarse conforme a su condición, pero sin caer en la ostentación desmesurada, sinónimo de soberbia y de pecado como nos recuerda Diana Pelaz en su espléndido trabajo sobre el significado de la imagen de la reina consorte en el reino de Castilla durante el siglo XV. Y lo que ayer era reprobado por pecaminoso, hoy es criticado por su banalidad impropia como fácilmente podemos comprobar en la prensa, en la que no se oculta la obsesión por la imagen de doña Letizia que la ha conducido a la radical transformación por todos conocida. 
Isabel de Coimbra
Sara Cordero, en su tesis de grado en la universidad de Valladolid, estudia precisamente el tratamiento informativo de la reina Letizia en los medios de comunicación generalistas, llegando a la conclusión de que las críticas a la reina no están relacionadas con su papel socio-político, sino que giran en torno a cuestiones relativas a su apariencia física. Las consortes medievales, a diferencia de las reinas per se, se veían obligadas a redoblar sus esfuerzos para obtener la plena legitimación del preeminente lugar que ocupaban en la Corona, y puede que algo de eso le ocurra a doña Letizia por su origen socio-profesional. Pero cientos de tratamientos de belleza y varias operaciones de cirugía estética —eliminación del arco de su nariz, reducción del mentón, aumento de pecho, prótesis en los glúteos, retoques en los labios…, son algunas de las que se le reconocen—, encuentran difícil justificación en la conformación de una imagen unida al rol del papel que ha de desempeñar una reina consorte en el siglo XXI.

  A pesar de las dificultades que ofrecen las fuentes medievales, hoy sabemos cómo se creaba una identidad regia femenina. Era una imagen concebida particularmente para ser vista, para ser admirada y temida, pero sobre todo, para ser reconocida por aquellos que integran el universo cortesano y, en contadas ocasiones y cuando así lo requería el protocolo regio, por el pueblo llano con el  fin de reforzar la visibilidad y la propaganda de la monarquía. Son mujeres plenamente conscientes de su papel y su lugar en la Historia y, precisamente por ello, saben que han de ejecutar su actuación de manera brillante para ser recordadas como unas virtuosas mujeres. Y para todo ello han debido forjarse a través de una específica educación, han demostrado esa posición por medio de los elementos de cultura material que les identifican y han tenido que poner en escena todo lo anterior en los diferentes acontecimientos que tienen lugar en el entorno cortesano.
Isabel de Portugal
  El destino lógico de una infanta era el de convertirse en reina consorte de alguna corona vecina, lo cual requería una cuidadosa preparación que les permitiera desempeñar esa importante función social basada en una buena instrucción acorde a los preceptos morales que imponía la doctrina cristiana, tales como la obediencia, el silencio y la humildad. El fin último era el ascenso hacia la perfección, en este primer estadio como doncella, para convertirse, en un futuro próximo, en una esposa ejemplar, capaz de inculcar en sus vástagos lo que ella había asumido previamente. De ahí que el libro se convierta en un elemento imprescindible de una iconografía prototípica que tiene como  objetivo resaltar la piedad y la devoción femeninas.
Pero como hemos dicho, la necesidad del individuo en la Edad Media por mostrarse de acuerdo a su estado y condición requería el cuidado y la obligada inversión económica en la adquisición del vestido y adornos necesarios, sin caer, en ningún caso, en la vana ostentación que entrañaría pecar contra la humildad que todo cristiano debía profesar, transmitiendo siempre elegancia y moderación como la mejor identificación de la belleza. Concepto este que, por elevación de teólogos y moralistas, debía basarse en los valores de la prudencia, la modestia y la templanza, que las damas y doncellas debían incorporar a su conducta desde su más tierna infancia, pues así podrían mostrarse con el decoro y el respeto que les correspondía de acuerdo a su condición social.
María de Aragón, primera esposa de Juan II de Castilla, es uno de los ejemplos más característicos de estos patrones de ejemplaridad, influyendo incluso en los tratados de Diego de Valera y Juan Rodríguez del Padrón sobre la concepción de la virtud femenina y los rasgos que han de definir a la esposa del rey, como modelo para el resto de la población femenina. Su sucesora Isabel de Portugal, Isabel de Coimbra, consorte del rey Alfonso V de Portugal, o doña Catalina, esposa del infante don Enrique de Aragón, podrían estar en ese elenco de excelencia. Sin embargo, en este siglo tenemos la antítesis de esos cánones representada en Juana de Portugal, la segunda mujer de Enrique IV de Castilla, que ha pasado a la historia como símbolo de la corrupción y depravación moral en la corte. Al ser uno de los principales personajes de mi novela La Salamandra púrpura he tenido que convivir con ella bastante tiempo y puede que, por la inevitable afinidad de todos los autores con sus personajes, estoy en la línea actual de reivindicar su figura, reparando los agravios recibidos por la historia. Pero aunque existan razones para su redención, lo cierto es que perduran las dudas sobre la paternidad de su hija Juana la Beltraneja y está documentado su embarazo en el castillo de Alaejos, de Alonso de Fonseca, cuando hacía más de un año que no veía al rey, dando a luz dos hijos mellizos.
Juana de Portugal
El cronista Alonso de Palencia, reconocido misógino, escandalizado por el comportamiento de la reina y sus damas portuguesas, escribe que «ninguna ocupación honesta las recomendaba; ociosamente y por doquier se entregaban a solitarios coloquios con sus respectivos galanes. Lo deshonesto de su traje excitaba la audacia de los jóvenes, y extremándola sobremanera sus palabras aún más provocativas… las continuas carcajadas en la conversación, el ir y venir constante de los medianeros, portadores de groseros billetes, y la ansiosa voracidad que de día y noche las aquejaba, eran más frecuentes entre ellas que en los mismos burdeles. El tiempo restante lo dedicaban al sueño, cuando no consumían la mayor parte en cubrirse el cuerpo con afeites y perfumes… y esto sin hacer de ello el menor secreto, antes descubrían el seno hasta más allá del estómago». Es decir, sin ahorrar calificativos, el cronista censura las pautas de comportamiento consideradas nocivas dentro de la corte e inadecuadas a la condición femenina, como la pereza y la holgazanería, más la continua invitación a la lujuria y la glotonería.
Alonso de Palencia, furibundo censor del rey Enrique, personaliza en la reina la síntesis de todo un reinado, caracterizado según él por la anarquía y la más abominable corrupción, utilizando además el conocido gusto de la reina por los cosméticos, como el estoraque (bálsamo oloroso) y los perfumes sevillanos,    para resaltar su descaro y falta de mesura en ese dibujo peyorativo: «cuidaban de pintarse con blanco afeite, para que al caer de sus hacaneas (jacas), como con frecuencia ocurría, brillase en todos sus miembros uniforme blancura». Pero con independencia de la inquina del cronista, en realidad Juana era de una belleza sensual que provocaba admiración, aunque estuviera muy alejada de los sublimados estereotipos de belleza basados en la virtud, y prueba de su coquetería nos la dejaría en su testamento en el que pide que, cuando la entierren, la tierra no manche su cuerpo y sus cabellos.
La reina Letizia. Rev. Ella Hoy
Siempre, casi desde los primeros tiempos, la primacía de la imagen ha sido clara. Y ahora, después de unos siglos en los que el lenguaje era el lugar privilegiado de conocimiento, en el siglo XXI, es la imagen la que vuelve a desplazar al lenguaje y al discurso. De ahí que no sea tan extraño la obsesión de la nueva reina consorte por la imagen. El problema surge cuando, como ocurre en publicidad, los mensajes son demasiado directos y agresivos, consiguiendo únicamente el rechazo del espectador. Utilizando los términos propios de la comunicación, hace falta más sutileza para seducir, persuadir y convencer, y me temo que se puede cometer el mismo error con la princesa Leonor: que lea a Stevenson y Carroll, pase; pero que le gusten las películas de Kurosawa, es menos creíble.  


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