martes, 1 de agosto de 2017

La emoción de mirar al abismo: Las aperturas de la tumba de Dalí, la urna de Góngora y el arca de los Santos Mártires de Córdoba

Urna de Góngora. Capilla de San Bartolomé. Mezquita Catedral de Córdoba


El pasado mes de julio se producía el ya conocido y surrealista de la apertura de la tumba de Dalí con el objetivo de exhumar sus restos y extraer el ADN con el que solventar un proceso de reclamación de paternidad. El hecho suscitó tal curiosidad que los responsables de la Fundación Dalí debieron extremar las medidas de seguridad para evitar miradas indeseadas. No obstante, los pocos que tuvieron acceso a la singular cripta manifestaron, como si se hubieran puesto de acuerdo, la enorme carga de emoción con la que esperaron el momento crucial de volver a ver el bigote del genio que, al parecer, mantenía la posición de las diez y diez, como luciera durante su extravagante vida. Y comprendo ese sentimiento emocional ante tal trance, pues yo mismo he experimentado esa conmoción de asomarse al abismo del tiempo para penetrar en los enigmas, bajar y comprobar lo que queda de antiguas deidades.


     Mi primera experiencia en este sentido se produjo una fría mañana de principios de abril de 1993, cuando se procedió a la colocación de los restos mortales de Luis de Góngora en una nueva urna funeraria, en su misma capilla de San Bartolomé, cuyo patronato consta a favor de la familia desde 1490. Ya en el siglo XIX, con motivo de unas reformas en la capilla, el Cabildo concedió permiso para exhumar los restos del insigne poeta, colocándose en 1857 sobre el muro occidental en una caja de plomo, cubierta de otra de madera, bajo una lápida de mármol con una inscripción latina redactada por Luis María de las Casas Deza. Sin embargo, en nuestra época, la restauración de la capilla, en la que se liberaron las arquería laterales, obligó a un nuevo traslado de los restos y, con él, un nuevo y más digno monumento a su memoria. En todo el proceso estuvo la idea y el empuje del canónigo archivero, Manuel Nieto, realizando el proyecto de la nueva urna el arquitecto Carlos Luca de Tena, que la concibió con el busto en relieve del escritor en su frontal y rematada con una corona de laurel, siendo sus ejecutores los hermanos García Rueda y el platero Francisco Díaz Roncero. Pero llegó aquel momento en el que había que depositar la caja de plomo en la nueva urna. Éramos pocos los convocados: promotores y artistas del proyecto, el Deán de la Catedral, algún canónigo curioso, yo, que firmaría el acta como secretario de la Comisión de Patrimonio Cultural, y poco más; pero todos, como digo, controlábamos nuestros sentimientos como podíamos. En los momentos previos, recordaba el gesto soberbio del retrato de Velázquez o el entusiasta empeño de mi profesora doña Luisa Revuelta por hacernos comprender, en aquellos años juveniles de Preuniversitario, lo insondable de su poesía; pero todo se vino abajo cuando se destapó la caja de plomo: de aquella genial soberbia solo quedaba un poco de polvo —«santo olor a ceniza fría», como rezaba uno de sus versos—, un trozo de correa de cuero y una hebilla. Nada más. Hoy, pasados los años, viene a mi mente ese soneto gongorino que parece toda una premonición de aquel trasiego en el tiempo, hacia esa nada a la que aludía Cernuda hablando de Góngora, «nulo al fin, ya tranquilo, entre su nada»:

«Urnas plebeyas, túmulos reales
penetrad sin temor memorias mías
por donde ya el verdugo de los días
con igual pie dio pasos desiguales.

Revolved tantas señas de mortales,
desnudos huesos y cenizas frías
a pesar de las vanas, si no pías
caras preservaciones orientales.

Bajad luego al abismo, en cuyos senos
blasfeman almas, y en su prisión fuerte
hierros se escuchan siempre y llanto eterno,

si queréis, o memorias, por lo menos,
con la muerte libraros de la muerte,
y el infierno vencer con el infierno.»


     Al día siguiente, el tres de abril, la prensa local se hizo eco de la noticia, pero queda poca información gráfica. En cambio, del otro episodio que voy a relatar, sí hay multitud de documentos gráficos, aunque, realizado en medio de las lógicas reservas, tuvo una nula repercusión mediática. Me refiero a la apertura del Arca de los Santos Mártires de Córdoba, que se veneran en Córdoba desde 1575, de la que fui igualmente testigo una tarde de marzo de 1998.
El autor, junto al obispo de Córdoba, ante las reliquias de los S.M.Córdoba.
 Fue el entonces obispo de Córdoba, Javier Martínez, quien ordenó su apertura para proceder a un tratamiento de conservación, recuento y clasificación de las consideradas sagradas reliquias. Y esta vez la concurrencia en la cripta del Cardenal Salazar, utilizada ahora como Sala Capitular, era mucho mayor que en la referida dignificación gongorina, pues, a la presencia del obispo y cargos capitulares, había que sumar a los doctores Felipe Toledo y Angel Fernández Dueñas, que actuaban de peritos forenses, más cerrajeros, empleados de la catedral, cargos de la Hermandad de los S. Mártires y yo, que seguía actuando todavía de secretario del Patrimonio Cultural. 
   
Arca de las reliquias de los Santos Mártires de Córdoba.
Iglesia de San Pedro. Córdoba. 
 El proceso encontró la dificultad inicial de los cerrajeros que no pudieron abrir los candados y cerraduras con las que la urna fue sellada por última vez en 1791. Algo desconocido quería impedir aquella violación del secreto de siglos, como si quisiera permanecer bajo la rúbrica legendaria de la «Invención de las Reliquias de los Santos Mártires de Córdoba». Al fin, tras un tiempo de intentos frustrados se tomó la decisión de serrar la tapa superior como única alternativa a ese peculiar lacre pretendidamente eterno, y los peritos fueron sacand
o todos los restos óseos y colocándonos sobre la Mesa Capitular, en una primera clasificación morfológica. Cuatrocientas cincuenta piezas de adultos, más algunas de niños, cobijaba la urna de plata, correspondientes según el posterior estudio a un número máximo de veintiuna personas, de las que dieciséis eran hombres, la mayoría de la época mozárabe y uno de la hispano-romana. Natalia, Argentea, Flora y María, Perfecto, Teodomiro, Argimiro…, son nombres que barajan los peritos con bastante inseguridad, pues su conclusión final es que «no son todos los que están, ni están todos los que son», en clara referencia a los nombres relacionados en el sepulcro hallado a finales del siglo XVI, al pie de la torre de la iglesia de San Pedro, y que está en el origen de la mencionada «Invención de las reliquias».

En fin, lo dicho, por concluir con Góngora:

«Los huesos que hoy este sepulcro encierra,
a no estar entre aromas orientales,
mortales señas dieran de mortales:
la razón abra lo que el mármol cierra.»